Cómo dejar de confrontarnos en 2020

Lo escribí en una hoja que había arrancado de mi ‘libreta de pensar’ y lo clavé en el corcho de mi habitación. Pone: ¿Y si las conversaciones no consistieran en argumentar, rebatir y convencer?

Este hábito replicón lo llevamos tatuado por la aguja de nuestra educación. Ya ni vemos la piel que hay debajo. No pongo en duda la maravilla del pensamiento crítico, sino la reactividad, la falta de conciencia con que disparamos patrones mentales y comunicativos. Escuchamos para encontrar falta, exageramos las posturas ajenas, buscamos ese ejemplo en que no se cumple lo que nos han dicho para así discrepar o invalidar.

Si piloto en el plano de los absolutos, cuando encuentre esos ejemplos descartaré el discurso del otro por completo. Si no es verdad 100%, lo es 0%, tiene lógica ¿no? Con ese descarte perderé la oportunidad de identificar ocasiones concretas de mi vida en que la afirmación del otro es aplicable, cosa que me permitiría crecer. Tiempo perdido en el planeta de lo práctico.

Atrofiar la capacidad para el matiz, los grises, el ‘caso por caso’, no hace más que alimentar las confrontaciones y las distancias, alejarnos de los puntos de encuentro, polarizar, crear opuestos exagerados y falsos. Ahoga la posibilidad de entendernos mutuamente —y de conocerse a uno mismo.

La imagen que vamos asumiendo de nuestra propia época es la de un mundo cada vez más crispado y dividido. Para algunos es un retroceso hacia la oscuridad, mientras que otros ven un triunfo de los valores de peso.

El conflicto en Cataluña, Trump, la emergencia climática, Hong Kong, el Brexit, Latinoamérica, cuestiones de género… Cualquiera de estos temas despierta sentimientos fuertes y suscita conversaciones hechas con alambre de espino. El País tituló el 2019 ‘El año de la ira’. No se tú, pero yo no quiero un 2020 como segunda parte.

¿Y si las conversaciones no consistieran en argumentar, rebatir y convencer?

Qué es lo que quedaría, te puedes preguntar (cosa ya bastante ilustrativa de por sí…). Imagina un debate televisivo en que una tertuliana no intentara en lo más mínimo ladrar a los demás, ni desacreditarles, ni siquiera defender encarnizadamente sus posturas. No cumpliría su función de espectáculo… pero sería revolucionario.

(Sospecho que parte del tirón de tanto discrepar es que es un entretenimiento fácil en nuestro día a día. La atracción del ‘tomate’, aun cuando huele a podrido, es que nos distrae.)

Si les quitamos nuestro reflejo de oponer y persuadir, lo que queda a las conversaciones es escuchar más y tratar de comprender —sin la pretensión de que podremos llegar siempre a un acuerdo. Nuestras interacciones pueden ser tan revolucionarias como el anti- debate televisivo de arriba.

Un amigo chino, en mitad de un brunch, empieza a defender los campos de internamiento; mi hermano cuestiona mi deseo de reducir mi huella ecológica; una conocida de Bristol me asegura que el Brexit no será para tanto, que ‘siempre nos las hemos arreglado’.

Frases así caen cual golpe de martillo de goma en la rodilla, disparando patadas de incredulidad, ira, indignación, condescendencia… Y le siguen el desprecio y la superioridad moral. No están sólo en la cabeza, lo noto todo como una pequeña convulsión en el estómago.

La próxima vez que estés en una situación así, en lugar de la respuesta condenatoria de turno, interésate por lo que hay debajo de esas opiniones que te encienden o te encogen. Prueba a preguntarle a esa persona por qué piensa lo que piensa, qué lecturas o reflexiones le han influido, cómo se siente respecto al conflicto en cuestión, qué teme, qué busca.

Ponerse las gafas del otro es ser Sócrates durante unos instantes. Cuando mis preguntas surgen de una genuina curiosidad y no de la confrontación o el deseo de rebatir, me encuentro puertas abiertas en lugar de defensivas. El diálogo sucede no por mutua fricción buscando ganadores, sino que el trayecto lo hacemos ambas personas juntas.

La mayoría de opiniones responden a emociones básicas, al rechazo o atracción visceral y microscópico que sentimos hacia ideas y hacia hechos. Muchas de nuestras posturas son reactivas, poco reflexionadas, y son racionalizaciones. Esto puede sonar condescendente, pero no creo que lo sea, por el motivo siguiente.

Acceder a los sentimientos que yacen bajo una opinión contraria no sólo me permite tocar lo humano y universal —y por lo tanto empatizar. No sólo la sitúa en un mundo de miedos, de dolor y de esperanzas que todas compartimos. No sólo me desmonta los estereotipos con que simulo conocer el mundo. Además de todo eso, desvela por qué yo pienso lo que pienso, es decir, que mis opiniones tienen igualmente una base emocional y son condicionales.

Devon Price escribe en Medium que «Si no le encuentras lógica a la conducta de alguien es porque te falta parte de su contexto.» Varias veces familiares míos de clase media-alta han sermoneado, con tanto asombro como menosprecio, sobre un sin techo —una realidad que les es completamente ajena. (Si tienes curiosidad por ese contexto, está brillantemente relatado en este artículo de Linda Tirado.)

De la misma forma, no puedo tener perspectiva sobre mis posturas si estoy ciego a mi propio contexto. En lugar de un cara a cara en que yo tengo razón y pienso lo que pienso sencillamente porque es verdad, y el otro se equivoca y es un [rellenen con insulto], este ejercicio nos coloca en un plano de igualdad: ambos pensamos lo que pensamos por motivos y emociones exactamente igual de humanas.

Si lo que propongo no sirve de nada, si no acerca posturas ni te ayuda a comprender a nadie, tampoco habrás perdido el tiempo. No es que sea tan fructífero el habitual choque de opiniones, en plan lucha de cuernos en época de celo. Más bien al contrario: cuando alguien ataca tu opinión tu reacción instintiva es reforzar tu apego a ella. Por lo menos este sistema facilita la apertura.

Tampoco describo una simple estrategia para evitar la discrepancia incómoda. No estoy sugiriendo que imitemos aquél chiste de dos amigos que se encuentran y uno le dice al otro: “¿Pero cómo te mantienes tan joven?” “No discuto nunca con nadie.” “Venga, no será por eso.” “Pues será por otra cosa.” O mi abuela, que soltaba su célebre “Cadascú pensa com pensa!” (¡Cada cual piensa como piensa!) y se quedaba tan ancha; no perdía ni un segundo en discutir contigo.

¿Y si las conversaciones no consistieran en argumentar, rebatir y convencer?

En el par de meses que lleva mi experimento —admito que con sus fracasos— he visto hasta qué punto impongo mis circunstancias a situaciones que merecen ser vistas en sus propios términos. Considero que conocer el punto de vista del otro es un bien en sí mismo. He descubierto que hay muchos finales victoriosos posibles en una discrepancia. Y he empezado a pensar que, aunque se perciba casi como una obligación, contraponer posturas y argumentos es una necesidad imaginaria. Tendrá sus raíces evolutivas, y multitud de situaciones lo requieren. Pero algo en esa estrategia me huele a pasado: está como obsoleta. El panorama de hoy dista demasiado de aquél en que evolucionamos. E igual que nuestro instinto de acumular grasa y azúcar nos mata en un mundo de neveras y abundancia, hoy sufrimos una obesidad ideológica.

No propongo la anorexia intelectual, sino una dieta inteligente. En absoluto abogo por suspender ni el espíritu crítico ni el debate bien conducido. De hecho, dudo sobre la conexión entre estos dos y la confrontación de ideas tan de moda. Imaginamos una correlación, pero si fuera así ahora nadaríamos en un mar de debates ejemplares y pensamiento crítico. A partir de cierto punto más bien parecen inversamente proporcionales: la pelea verbal ha subido decibelios y el ententendimiento común está en vías de extinción.

Propongo una dieta inteligente y de diálogo. Esto es una práctica. (En el camino óctuple del budismo, correspondería a la visión y a la palabra o comunicación consciente.) Probadlo. No digo que sea la forma correcta y definitiva de vivir, ni que no tenga fallos —será que no los tiene la confrontación del 2019. Pero en mi experiencia, está siendo muy transformador.

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