Una crítica queer a la renuncia budista

La comunidad LGBTQ+ es conocida por sus desfiles. Si bien también hay gays tranquilos, como Hannah Gadsby apuntó, la celebración está ahí para compensar la vergüenza y la represión. Celebrar nuestros cuerpos y lo queer, creo, afirma que ‘esto vale la pena’. Envía el mensaje de que uno no está dispuesto a dejarse definir por el dolor. Esto suena bien, suena valiente; pero menos evidentemente, suena poco budista. O para ser más específicos, no encaja con el budismo basado en la renuncia, que es una gran parte del dharma contemporáneo disponible hoy en día, incluso el que no se presenta (o a veces ni tan solo se concibe) a sí mismo como renunciante.

Es posible que las practicantes queer no sepan cómo conciliar esa celebración con la moderación silenciosa de los centros de retiro, inspirados en la sensibilidad protestante y en los textos budistas más antiguos. O quizás vean sus hábitos sexuales como intrínsicamente indhármicos, lo que les impide aplicar la práctica en ese área de sus vidas —como si la monogamia heterosexual tradicional fuera intrínsicamente sana…

Por el contrario, la noble verdad de dukkha (dolor, sufrimiento, insatisfacción) implica un ‘no vale la pena’. La primera noble verdad elige etiquetar la mezcla de placeres y dolores que es la vida como ‘dolor’, toma experiencias que contienen tanto satisfacción como insatisfacción y las evalúa negativamente en conjunto como ‘insatisfactorias’; ya sea porque las cosas buenas terminan (todo lo impermanente es dukkha) o porque la estructura de la experiencia humana siempre tiene el potencial de ir mal (todo lo condicionado es dukkha). Cualquiera que sea el razonamiento, las dos doctrinas que puse entre paréntesis no son hechos: son juicios. Y son necesariamente renunciantes. Porque al usar ‘dukkha’, la palabra corriente para decir ‘dolor’ en lenguas indias, toman nuestro rechazo natural hacia el dolor sentido y lo transfieren a la experiencia en general. La implicación es que es mejor salir de la experiencia (la vida) por completo, lo cual según la metafísica india del siglo V a. C. sólo puede lograrse liberándose del ciclo de nacimiento, muerte y renacimiento.

Esta crítica no es exclusivamente queer, ya que personas de todas las identidades y orientaciones pueden comulgar con ella. Es secular, y no está muy lejos de lo que argumentaron ciertos budismos más tardíos. Pero a los practicantes queer, la perspectiva del ‘no vale la pena’ les puede parecer particularmente inadecuada para enmarcar sus vidas, vidas que casi inevitablemente incluyen tener que afirmar que ‘está bien ser como soy’, cosa que otras personas dan por sentado. Simplemente no podemos permitirnos el lujo de adoptar una perspectiva que no es sólo algo derrotista, sino simplísticamente moralista sobre los cuerpos y el deseo, y binaria.

La perspectiva renunciante se refleja en algunas prácticas de meditación, como la contemplación de las partes no-atractivas del cuerpo (asubha), impopular en el Vipassanā moderno. Por supuesto, tiene su lugar disolver nuestra vanidad y adquirir una perspectiva diferente de nuestra realidad encarnada: respiramos una atmósfera tóxica de superficialidad y juicio en cuanto a la belleza física en nuestras sociedades. Pero abordar esto a través de las prácticas asubha tal como se entienden tradicionalmente puede ser inadecuado y miope, particularmente para las mujeres, que han sido el blanco desproporcionado de los ideales de belleza, así como de la condena religiosa, incluida la budista. (Por no hablar de aquellas personas cuyos cuerpos no encajan en las categorías absurdamente nítidas). Necesitamos abordar el trauma relacionado con tal atmósfera, el dolor que yace debajo de la aparente vanidad, el juicio interiorizado hacia nuestros cuerpos.

El ejercicio de visualizar huesos y tripas toca nuestra naturaleza fundamental de organismo, y eso tiene su valor en el lugar correcto, pero pasa por alto los problemas mencionados y en origen está sustentado por el ethos de producir repulsión hacia estar encarnados. Necesitamos una ‘contemplación subha‘, una contemplación del cuerpo bonito, pintándolo con mettā: bondad, amor, aceptación. Ese sería el ritual hábil e interiorizado del espíritu de los desfiles del Orgullo. Luego, una vez se hayan curado las heridas, las contemplaciones subha y asubha podrían volverse complementarias, ayudando a recordar que el cuerpo no es ni intrínsecamente atractivo ni intrínsicamente no-atractivo, que tales opiniones absolutas son, al final, innecesarias.

La perspectiva contenida en la primera noble verdad no es fácilmente aceptable para una comunidad que no está dispuesta a ser definida por el dolor. Sin embargo, la tarea de abrazar y acoger dukkha ofrece una puerta hacia resignificar y reconvertir ese sufrimiento en amor, en un compromiso de no dañar. La actitud de renuncia que subyace a las nobles verdades y algunas prácticas de meditación debe examinarse con cuidado y ser reconocida plenamente; tendremos que mirar más allá de los textos primigenios para ver cómo los budismos posteriores abordaron el deseo y el cuerpo, y consultar perspectivas más contemporáneas. La riqueza de estas enseñanzas es enorme: hay muchas formas de sentarse y celebrar.


La versión original en inglés de este artículo se encuentra en el blog Queer Buddhism.


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Una mirada budista al coronavirus: cómo afrontarlo con plena conciencia

La leyenda cuenta que Siddhartha Gautama vivía en un palacio aislado de todo contacto con el lado frágil y vulnerable de la vida humana. En varias salidas de palacio, tal fue el shock que le produjo ver a personas enfermas, ancianas, y muertas, que reconsideró su vida entera.

Este relato es puro mito y nada tiene de histórico —siento reventar burbujas. Buda no fue un príncipe ni mucho menos vivió ajeno a la tragedia: su madre, sin ir más lejos, murió una semana después de darle a luz. Aun así, la leyenda sirve como paradigma de un despertar profundo, cuando la cruda realidad llama a la puerta y tomamos conciencia de nuestra condición existencial, como si se nos hundiera un pedrusco en el estómago.

Sé que todo esto es bastante cliché y lo habréis leído mil y una veces, pero nunca deja de asombrarme la facilidad con qué me encierro otra vez en el palacio. Y entonces llegan noticias que son viejas, y digo para mis adentros: por supuesto…

Somos olvidadizos. Las llamadas de puerta se pierden en las nieblas del pasado y la cotidianidad. ¿De qué manera podríamos tenerlas más presentes? Mindfulness. Como no me canso de repetir en este blog, la palabra mindfulness (sati) significaba en origen ‘memoria’. En la época de Buda adquiere un sentido doble que también aplica al ahora: de ahí el tener presente de dos frases atrás. Ser plenamente consciente de algo es no olvidarlo, tenerlo en mente. No hace falta señalar, por ejemplo, que lavarse las manos a conciencia o no tocarse la cara son grandes ejercicios de mindfulness, y que consisten en gran medida en recordar hacer (o no hacer) algo.

Sobre la relación entre el sentido de ‘memoria’ y el de ‘contemplación de la experiencia presente’, recomiendo “A History of Mindfulness” (2012) de Bhikkhu Sujato, págs. 153-154.

En el budismo tradicional, una de las cosas que se tienen presentes es nuestra condición existencial, tal como está grabada en la leyenda del shock de Buda al salir de su palacio. Esto es una práctica, algo que cultivamos: no lo dejamos al azar, en plan «espero no olvidarme de esto,» sino que practicamos ser conscientes de ello de la misma forma que practicamos ser conscientes de la respiración, de nuestros estados mentales, o lo que sea. Designamos una porción de tiempo, dejamos de lado otros quehaceres, asumimos una postura formal y realizamos un ejercicio.

Los caminos graduales del budismo tibetano empiezan con reflexiones sobre la fragilidad y rareza de la existencia humana. No se deja para más tarde: está ahí nada más comenzar. De manera similar, una práctica central en la tradición tailandesa del bosque es meditar en cementerios y vertederos de cadáveres.

Reflexiones sobre la muerte son un elemento integral en casi todo tipo de budismo, desde los inicios, cuyos textos hablan de cultivar maraṇasati: mindfulness de la muerte. Curiosamente, este tipo de prácticas brillan por su ausencia en los entornos budistas/meditativos occidentales, en especial los secularizados.

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Hay sufrimiento: reflexiones sobre la 1ª noble verdad

Hace unos días pasé por delante de un escaparate en el que, con letras grandes y coloridas, ponía: «Hoy puedes conseguir todo lo que te propongas.» Ése es el tipo de mensaje positivo de moda que, según el momento en que te pille, te puede inyectar la motivación y el entusiasmo que justo necesitabas o, por el contrario, darte ganas de mandar el escaparate a la mierda.

A principios de verano una amiga del grupo de meditación me dejó un libro titulado «La sociedad del cansancio» de Byung-Chul Han, un filósofo coreano residente en Alemania. En esta obra muy breve, Han sostiene que en nuestra era las epidemias ya no son víricas sino neuronales: depresión, trastorno de déficit de atención, síndrome de desgaste ocupacional, etc. Esto coincide con un culto a la productividad, un discurso imperante de ‘tú puedes’ y un exceso de positividad. Las consecuencias son un miedo a ‘no ser capaz’ y una elevación de las espectativas y ambiciones de la gente que, a veces, se dan con la realidad, no pueden ‘poder’ más y sienten que algo no funciona en ellos o ellas.

Abro youtube y dos de los vídeos que me recomienda son «Los 5 hábitos de la gente altamente eficiente» y «Cómo hablar cualquier idioma en un mes.» El argumento de Han no es que los mensajes de inspiración no tengan su lugar, sino que el exceso de positividad y de ‘podeidad’ genera un efecto rebote: la gente se desgasta, se deprime, etc. Pero ¿qué tiene que ver todo esto con la primera noble verdad del Buda?

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El mundo sufre, y no vamos a enfadarnos por eso.

Hoy decidí salir a tomar un café y leer un rato para que me tocara el aire, activar el cerebro y así contrarrestar mi habitual bajada de energía de después de comer. Me senté en una terraza de un bar cerca de casa, pedí un café y un vaso con hielo y, antes de empezar la lectura, saqué el móbil e hice una llamada. Hablé por teléfono lo suficiente como para que, al colgar, el café ya se hubiera enfriado, nadando entre los cubitos. Y cuando hacía unos diez minutos que estaba allí sentado y justo abría mi e-reader, veo cómo el camarero empieza a recoger los cojines de las sillas…

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¿Ya cierran? ¡Pero si no son más que las tres de la tarde! Me cago en la leche, me habré sentado en uno de esos bares que sólo abren por la mañana… ¿Y por qué no me ha avisado el camarero? Ya le vale. (Como si él tuviera que adivinar mis intenciones de quedarme media horita leyendo; la mente es la hostia.) Pero lo único que estaba sucediendo es que, mira tú por dónde, en ese momento la realidad no estaba siguiendo mi guión. O dicho siguiendo el clásico análisis budista de la experiencia: en dependencia de las formas visuales y el ojo, surge la conciencia visual; la conjunción de las tres cosas es el contacto; condicionada por el contacto, surge la sensación (en ese caso desagradable); condicionada por la sensación, surge la reacción (en ese caso aversión); condicionado por la reacción (aversiva), surge el aferramiento… Y así llegamos a dukkha (sufrimiento, insatisfacción, imperfección).

En ese instante me acordé, más o menos, de una frase del último libro que he leído este verano. Por suerte, tenía el pdf en el e-reader y pude buscar la cita exacta. Es ésta:

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Soltar las creencias

Puede que os suene el nombre de Stephen Schettini porque ya he traducido un par de sus artículos. Se formó como monje budista en la tradición gelug tibetana, en Suiza y en India (en la universidad monástica de Sera); pero colgó los hábitos tras ocho años. Hoy día es autor, maestro y ‘coach’. En el artículo ‘Suspending belief‘ de su blog repasa la esencia de la historia interior de su proceso vital y aprovecha para subrayar ideas básicas que su camino le ha proporcionado. El artículo empieza así:

En la superfície, el budismo es una religión simpática que promueve compasión para todos los seres vivos, incluso cucarachas e inversores de Wall Street. Sin embargo, bajo esa cubierta es una filosofía sediciosa que socava los fundamentos mismos de la razón. Sugiere que todo lo que experimentas es ilusorio, budismo incluído.

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