La leyenda cuenta que Siddhartha Gautama vivía en un palacio aislado de todo contacto con el lado frágil y vulnerable de la vida humana. En varias salidas de palacio, tal fue el shock que le produjo ver a personas enfermas, ancianas, y muertas, que reconsideró su vida entera.
Este relato es puro mito y nada tiene de histórico —siento reventar burbujas. Buda no fue un príncipe ni mucho menos vivió ajeno a la tragedia: su madre, sin ir más lejos, murió una semana después de darle a luz. Aun así, la leyenda sirve como paradigma de un despertar profundo, cuando la cruda realidad llama a la puerta y tomamos conciencia de nuestra condición existencial, como si se nos hundiera un pedrusco en el estómago.
Sé que todo esto es bastante cliché y lo habréis leído mil y una veces, pero nunca deja de asombrarme la facilidad con qué me encierro otra vez en el palacio. Y entonces llegan noticias que son viejas, y digo para mis adentros: por supuesto…

Somos olvidadizos. Las llamadas de puerta se pierden en las nieblas del pasado y la cotidianidad. ¿De qué manera podríamos tenerlas más presentes? Mindfulness. Como no me canso de repetir en este blog, la palabra mindfulness (sati) significaba en origen ‘memoria’. En la época de Buda adquiere un sentido doble que también aplica al ahora: de ahí el tener presente de dos frases atrás. Ser plenamente consciente de algo es no olvidarlo, tenerlo en mente. No hace falta señalar, por ejemplo, que lavarse las manos a conciencia o no tocarse la cara son grandes ejercicios de mindfulness, y que consisten en gran medida en recordar hacer (o no hacer) algo.
Sobre la relación entre el sentido de ‘memoria’ y el de ‘contemplación de la experiencia presente’, recomiendo “A History of Mindfulness” (2012) de Bhikkhu Sujato, págs. 153-154.
En el budismo tradicional, una de las cosas que se tienen presentes es nuestra condición existencial, tal como está grabada en la leyenda del shock de Buda al salir de su palacio. Esto es una práctica, algo que cultivamos: no lo dejamos al azar, en plan «espero no olvidarme de esto,» sino que practicamos ser conscientes de ello de la misma forma que practicamos ser conscientes de la respiración, de nuestros estados mentales, o lo que sea. Designamos una porción de tiempo, dejamos de lado otros quehaceres, asumimos una postura formal y realizamos un ejercicio.
Los caminos graduales del budismo tibetano empiezan con reflexiones sobre la fragilidad y rareza de la existencia humana. No se deja para más tarde: está ahí nada más comenzar. De manera similar, una práctica central en la tradición tailandesa del bosque es meditar en cementerios y vertederos de cadáveres.
Reflexiones sobre la muerte son un elemento integral en casi todo tipo de budismo, desde los inicios, cuyos textos hablan de cultivar maraṇasati: mindfulness de la muerte. Curiosamente, este tipo de prácticas brillan por su ausencia en los entornos budistas/meditativos occidentales, en especial los secularizados.
Estas prácticas encarnan el episodio de salir de palacio, nos sitúan allí. Los encuentros de Siddhartha corresponden con la definición de dukkha en la primera noble verdad: nacer, envejecer, enfermar, morir. Pero más que una mera declaración, esto cobra la forma de un ejercicio aplicado, contemplativo; una tarea que, según el budismo, aporta nobleza y dignidad a nuestra vida. Aquí un ejemplo del canon pali:
Hay cinco cuestiones que mujeres y hombres, laicos y monásticos, deberían considerar a menudo. ¿Cuáles?
Abhiṇhapaccavekkhitabbaṭhāna Sutta (AN 5.57)
1. Estoy sujeto al envejecimiento. No estoy exento de envejecer.
2. Estoy sujeto a la enfermedad. No estoy exento de enfermar.
3. Estoy sujeto a la muerte. No estoy exento de morir.
4. Todo lo que aprecio y que me gusta se separará de mí, cambiará.
5. Soy propetiaria de mis actos, heredera de mis actos, nazco de ellos, son mi familia y mi apoyo. Heredaré cualquier acción que lleve a cabo, sea positiva o negativa.
No nos pongamos macabros tampoco. Se trata tomar perspectiva, contrarrestar la tendencia a darlo todo por sentado, así como un estado de negación existencial, y ganar una motivación urgente (saṃvega) de no prorrogar lo que nos importa de verdad. Estas prácticas pueden informar nuestros compromisos y decisiones.
Es sólo porque reconozco que mi tiempo es finito —y mis facultades también— que tiene sentido priorizar nada. Y es sólo al reconocer que aquello que valoro, ya sean personas, relaciones o proyectos, es inestable (anicca), sujeto a vicisitudes varias / vulnerable (dukkha), que me siento llamado a cuidar de ello. En parte porque, por definición, aquello que es finito y vulnerable depende de condiciones fuera de sí mismo para ser mantenido; es decir, no es autosuficiente (anattā). Tal es la lógica del segundo discurso del Buda, aunque ahora eso sería irse del tema.
Vayamos pues al coronavirus, ese tema del que seguro que no estáis hasta el moño ya… Supongo que la conexión con estas reflexiones tradicionales budistas es obvia. Insisto que no están diseñadas para ser algo macabro, sino todo lo contrario: (1) para contrarrestar el pánico y la angustia existencial —son esencialmente una terapia de exposición— y (2) para contrarrestar la negación, la complacencia sin base o sin más base que la petulancia del «a mí no me va a suceder nada malo,» como explica el propio texto pali del que he citado un trozo.
Es esto segundo lo que creo de más valor para la situación actual. En cierto modo estamos en un momento en que no necesitamos hacer esas reflexiones porque las estamos viviendo. Pero ¿qué nos puede ayudar, para no caer en un lúgubre pozo?
Ante el estrés y la ansiedad que aparecen, necesitamos prácticas que nos repongan, que nos nutran, que nos recarguen de una vitalidad serena. Un famoso y antiguo símil compara el efecto de poner una cucharada de sal en un vaso de agua o en un lago cristalino. Lo primero es imbebible, lo segundo no —y la cantidad de sal es la misma. Necesitamos una base sólida desde la cual relacionarnos con los demás y con situaciones difíciles.
Una práctica engañosamente simple, pero muy efectiva, es orientar la meditación hacia lo bonito y positivo, teñir la mirada de una actitud de aprecio. Nuestra atención tiene un sesgo negativo, se fija en lo que funciona mal. Con este enfoque contrarrestamos ese sesgo notando aquello que va bien.
Empieza con algo tan sencillo como prestar atención a cualquier experiencia presente que sea agradable, por sutil que sea: la postura, el relativo silencio del entorno, una parte del cuerpo que se sienta bien, o el simple placer de estar en el momento presente con atención plena. ¿Hay algún aspecto de la respiración que sea cómodo, vitalizante, incluso placentero? Deja descansar tu atención en esas experiencias, sin pasar por alto (sin olvidar = sati) cualquier grado de bienestar que esté presente.
También puedes hacer pequeños ajustes: recolocar la postura, preguntarte si podrías estar todavía más relajado, o modificar muy sutilmente la respiración para hacerla más cómoda. No se trata de imponer espectativas a la experiencia ni exigir cambios, es algo muy suave. A veces me parece que se trata de sonreír con mi atención.
Notar lo que necesitamos es parte importante del cultivo de la atención plena. Técnicamente, es el trabajo de la mejor amiga de sati: la clara comprensión (sampajañña). Sin ir más lejos, yo he tenido que parar de escribir este artículo un rato, porque empezaba a emparanoiarme. Me he dado unas horas de descanso y he meditado de la forma que acabo de comentar.
Igualmente apropiadas son las meditaciones de la amabilidad (mettā) y la compasión (karuṇā). Estos ejercicios suelen inducir estados placenteros y de vitalidad tranquila. Activan nuestro sistema de empatía y bienestar. Además de nutrirnos, añaden un ingrediente importante: la humanidad compartida. Reconocemos que todas compartimos la misma condición existencial, que no estamos solos, y que navegamos en la misma balsa.
A mí me gusta reinterpretar el cuarto punto de las cinco cuestiones citadas arriba en términos de ver que aquello que amamos es de la misma naturaleza vulnerable que nosotros. La compasión nos libera de las respuestas fight-or-flight (lucha o huye), tanto a nivel individual como social y político —y en esto último conocemos muy bien la inhumana crueldad que sigue. Al sumar las cinco reflexiones con la compasión, intentamos no dejarnos llevar ni por el miedo, que naturalmente promueve el egoísmo y la falta de empatía, ni por la complacencia sin base del «no pasará nada.»
Mi hermano vive en el norte de Italia. Podéis imaginaros que estoy bastante al día de todo este fregado. Hace unos días me mandó un hilo de twitter donde la ingeniera Liz Specht calcula las consecuencias que el coronavirus tendrá para el sistema sanitario estadounidense.
Ella comenta que «el pánico injustificado no beneficia a nadie; pero tampoco beneficia a nadie la complacencia mal informada.» Somos, dice, una sociedad «inmunológicamente ingenua» que no capta el concepto de crecimiento exponencial. En otro impagable hilo que vi ayer, un relato de la realidad cada vez más horrenda dentro de los hospitales italianos confirma sus estimaciones.
Los primeros dos comentarios a ese hilo son un magnífico ejemplo de lo que intento transmitir. El primero dice: «Gran ficción» (great fanfic). Y yo me pregunto: ¿en base a qué cree que es una ficción? Es ese descrédito algo más que un ‘no puede ser cierto porque no quiero que sea cierto’? Las tragedias suceden, respondería el budismo. (También en twitter, Max Roser comenta: «El camino a seguir es tomarse los problemas en serio, estudiarlos, y hacer lo correcto.» ¿Y no es este el espíritu detrás de las cuatro nobles verdades?)
Por esto se enfatiza tanto volvernos más conscientes de lo que motiva nuestros actos y pensamientos. Incluso si uso datos correctos, e incluso si llevo razón, me puede estar motivando un razonamiento emocional como el de la supuesta ‘gran ficción’. Tal ceguera es un ejemplo de lo que el budismo llama ignorancia (avijjā) condicionando patrones (saṅkhāra) de cuerpo, palabra, y mente: todo lo que sigue se origina en dependencia de esto (paṭiccasamuppāda).
El segundo comentario de ese hilo de twitter, respondiendo al primero, apunta que la falsa sensación de seguridad es precisamente una de las condiciones que facilita las pandemias. Es fácil flotar en un inflable de desdén y petulancia mientras el agua no te moje a ti. Pero si añadimos la dimensión de la interdependencia, la quinta reflexión de arriba se transforma en “heredamos los actos los unos de los otros.”
En cierto modo, esas cinco reflexiones podrían resumirse así: dada mi (nuestra) condición existencial, ¿cómo he (hemos) de vivir? Somos seres temporales, finitos (anicca), sujetos a vicisitudes, vulnerables (dukkha), y no somos entidades autosuficientes con control total de nuestra experiencia (anattā). El budismo de los orígenes aún estaba demasiado pegado al zeitgeist renunciante de la India de esa época —y por lo general el theravada conserva esta actitud. El mahayana, sin embargo, hizo el paso implícito de anattā a la compasión a través de la idea de la interdependencia, ausente en el budismo primigenio.
Así pues, el corolario de estas reflexiones es que nos necesitamos mutuamente. En el caso que nos ocupa, esto significa mirar más allá de mi riesgo individual y actuar en pro no sólo de mi protección —que es importante— sino de la seguridad global. Las medidas promulgadas por las instituciones públicas van en esa dirección.
[Update] Aquí va otro hilo de twitter, en español, que cuenta las medidas tomadas en China. Al compartirlo no estoy respaldando todo su contenido. El argumento principal del hilo es que, tomando esas drásticas medidas, China ha conseguido frenar la epidemia, mientras que España no está implementando nada parecido a lo hecho en Wuhan cuando esa ciudad tenía los casos que tiene hoy Madrid.
Conclusión
Mientras termino de escribir todo esto, encuentro un artículo de Gesshin Claire Greenwood titulado «Consejos espirituales para el miedo a las pandemias» (Spiritual Advice for Fears of Pandemic). Las dos secciones en que ella estructura su artículo resumen bien lo que he estado argumentando: la inevitabilidad de dukkha (envejecer, enfermar, morir) y reconocer que estamos interconectadas.
Estamos viviendo nuestra realidad vulnerable. Si bien las ‘cinco cuestiones a considerar con frecuencia’ parecen redundantes hoy, son un antídoto a la complacencia ingenua y un buen recordatorio para cuando la situación se estabilice. Al mismo tiempo, como la situación alimenta el sesgo atencional negativo que traemos de fábrica, es importante equilibrarse con prácticas que nos nutran, que nos repongan, y que impidan que no veamos más que una inmensa bola oscura. Nuestra vida sigue incluyendo lo bonito, positivo, e inspirador; y la dimensión dramática debe sublimarse en empatía, compasión, y una sensación intensificada de la comunidad —y comunión— global.
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Muchas gracias Bernat por tu reflexión! En línea con lo que dices, estas siguientes semanas van a ser un período que tiene mucho potencial de que todos nos detengamos un poco, por fuerza mayor o por imposición, y tengamos que contemplar la fragilidad intrínseca que lleva estar vivo. Y reconocer que, si ejercitamos bien nuestra concentración, podemos ser muchos al mismo tiempo contemplando lo importante de vivir, lo fundamental de cuidarnos los unos a los otros tanto física como mentalmente y de que se presenta una oportunidad muy grande para que la psique colectiva reconozca a través de la vulnerabilidad, que con la enfermedad se nos recuerda, los aspectos más fundamentales de vivir y vivir en sociedad. Puede que no ocurra, que una vez atajada la pandemia volvamos al mismo modus operandi, pero al menos el potencial está allí para reconocer cosas más fundamentales de estar vivo y poder cambiar un poco nuestra manera de vivir. Saludos y muchas gracias!
Muy bien… Gracias; muy buen y bonito artículo. Estamos, estaremos con éstas prácticas y reflexión.