
Me he apuntado a un curso de mindfulness de 8 semanas. Concretamente, de MBCT (mindfulness-based cognitive therapy). Lo he hecho desde mi curiosidad por el diálogo entre el budismo y la modernidad. A ver qué tal. Por cierto, otro signo de este diálogo es que mi madre ahora colorea mandalas (aquí una muestra).
Apuntarme a este curso me ha recordado que he visto que, últimamente, hay maestros y centros budistas que empiezan a ofertar actividades de mindfulness o a presentar sus enseñanzas en esos términos. En parte, seguramente, para atraer al público, y no de forma meramente interesada, sino como parte natural de ese diálogo. Sin embargo, a mí me parece que esta influencia del mindfulness en el budismo va más allá de un simple rebranding, de con qué palabras las escuelas budistas ofrecen su contenido: está afectando al contenido mismo.
El pasado diciembre, participé en la jornada que organiza cada año la Coordinadora Catalana d’Entitats Budistes. Esa edición tenía como título «Presente y futuro del budismo en occidente” y uno de los temas centrales de la mesa redonda en la que yo participaba eran las (presuntas) descontextualizaciones del dharma. Como podéis imaginar, el mindfulness fue el gran protagonista. Uno de mis co-conferenciantes se mostró apasionadamente molesto con el movimiento del mindfulness. Mi postura es la de verlo como un caballo de Troya y como algo generalmente positivo para la sociedad, sin dejar de prestarle una atención crítica. (Veremos si mi opinión cambia tras completar el curso de MBCT.) Y también creo que, dada la realidad actual, el budismo tiene que dejar de tratar al mindfulness como algo de su propiedad, del mismo modo que el cristianismo, por ejemplo, no debería considerarse a sí mismo como el guardián definitivo del amor al prójimo.
Pero, dejando a un lado mi opinión del tema, lo que me chocó de ese rechazo receloso y protector del mindfulness es que viniera de alguien perteneciente al budismo tibetano, precisamente una tradición que no se ha caracterizado por cultivar esta práctica. No digo que en él no se trabaje la atención al presente como cualidad, sino que tradicionalmente no ha puesto énfasis en ella de forma directa. De hecho, el Satipaṭṭhāna Sutta, el discurso sobre las aplicaciones de la atención plena en que se basa el vipassana moderno (origen el mindfulness), jamás se tradujo al tibetano. Por mucho que esa tradición insista en que su canon contiene todas las enseñanzas budistas al completo, eso no es más que propaganda —una propaganda de la que, sin duda, los tibetanos están convencidos.
Yendo un paso más allá, y ahora entro en un terreno delicado, históricamente el budismo tibetano no se caracterizó por practicar lo que hoy en día entendemos como «meditación.» Me refiero a la práctica de contemplar la experiencia subjetiva al desnudo y en silencio, ya sea a través de un ancla como la respiración o con atención abierta. Usaré la palabra “meditación” en ese sentido durante el resto del artículo, aunque soy consciente de que la definición es humana y arbitraria, y que ejercicios como la visualización de mandalas o las recitaciones podrían considerarse una forma de meditación. Lo clarifico para que nos entendamos.
Ya puedo anticipar objeciones de los lectores. La primera sobre el dzogchen o el mahamudra, las prácticas propiamente tibetanas más parecidas al vipassana; la segunda, que muchas habréis asistido a cursos de budismo tibetano donde se habla de shiné (ཞི་གནས་, correspondiente a samatha) y lhagtong (ལྷག་མཐོང་, correspondiente a vipassana). Mi argumento no es que tales prácticas no existan en esa tradición —existen, como muestran las obras indias de Asanga y Kamalashila que utiliza— sino que:
- tradicionalmente no constituían lo más distintivo y extendido del budismo tibetano, que eran ejercicios devocionales y tántricos, a modo de generalización; y
- que el papel que se les da hoy día ya es una adaptación a las necesidades, intereses y proyecciones del converso occidental.
Como me explicaba Yeshe Rabgye hace unos años, los currículums para monjes jóvenes no incluían meditación, y son varias las veces que he oído de practicantes serios del budismo tibetano formándose en Asia que «los tibetanos no meditan.” Esa fue también mi sensación al pasar temporadas en comunidades de tibetanos en el exilio, obviamente con sus excepciones. Si alguien se ha sentido ofendido o cree que pretendo dejar mal a esa tradición, quiero clarificar que mi perspectiva es puramente histórica y que en ningún momento estoy emitiendo juicios de valor. Y para romper una lanza a favor de mi intención no-partidista voy a decir que nada de esto es exclusivo del budismo tibetano: exactamente lo mismo puede aplicarse al theravada.

Me explico. Los linajes de meditación han existido siempre, pero a lo largo de la historia han representado la excepción más que la norma. Dejando a un lado las prácticas laicas, por lo general limitadas a la acumulación de méritos, incluso entre los monjes aquellos que meditaban eran una minoría. El vipassana fue un movimiento de reforma que surgió en el siglo XIX principalmente en Myanmar (entonces Birmania) motivado por cuestiones más bien políticas y sociales.
Ante el dominio británico, una nueva clase media educada quiso reafirmar su identidad y herencia cultural. Esto hizo que se empezara a enseñar meditación y abhidharma a los laicos, quizás como forma de resistencia ante las misiones cristianas. Pero al hacerlo, la forma como presentaron el dharma se vio influida por la educación occidental que habían recibido y por el movimiento protestante: se enfatizó lo racional y el acceso directo a los textos y se rebajó el papel de la institución monástica como mediadora exclusiva a las enseñanzas. Debía formularse un dharma que pudiera competir, por así decirlo, con el pensamiento occidental del momento. Bajo la nueva forma del vipassana, la meditación se puso en un primer plano en el que hacía siglos que no estaba. Y ese nuevo énfasis también ha teñido cómo otras tradiciones se han presentado a nuestras sociedades, e incluso cómo se han entendido a sí mismas.
Resumiendo: el budismo de hoy se está viendo influido por el mindfulness, una práctica que surge de una forma de budismo que, a su vez, surgió con influencia occidental. O al revés: el colonialismo británico en Asia tuvo como resultado un movimiento reformista del budismo que enfatizó una forma de meditación que, con los años, dio a luz al mindfulness contemporáneo, cuya popularidad está incitando nuevas modificaciones en las escuelas budistas, hasta el punto de recuperar aspectos que tradicionalmente habían quedado más bien marginados. Si eso no es un ejemplo de la interdependencia, no sé qué lo es…
Termino recuperando el hilo inicial del artículo. Por territorial que pueda parecer la actitud de algunos budistas, que de pronto se muestran tan protectores con unas tierras de ultramar por las que se han vuelto a preocupar no hace mucho, entiendo el recelo. Si el budismo ha triunfado en occidente básicamente como un sistema de meditación —algo que no refleja con toda fidelidad lo que ha sido durante siglos en sus países de origen —, ahora el éxito del mindfulness le ha quitado la custodia exclusiva. Quizás el problema es precisamente el énfasis en la meditación, por paradójico que parezca. No sé si la mejor respuesta es reforzar aún más ese énfasis o más bien poner las energías en algo que muchos necesitan más allá de las 8 semanas y que no sé si el mindfulness proporciona aún: contexto, profundización y una visión del potencial completo de una vida humana despierta.
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